martes, 18 de noviembre de 2008

Teatro y algodón

Echo tanto de menos hacer teatro que hasta tengo pesadillas con eso. Igual no me expliqué con claridad: la pesadilla comienza cuando me despierto, y compruebo que hoy no tengo un bolo.
Me digo a mi misma que tranquila, que acabo de regresar, que aún hay que pintar la casa y hacer la mudanza, que luego viene lo de ponerse a currar donde sea y entonces puedo plantearme un cursito de clown para empezar, por ejemplo... pero estoy harta de crisis y de etapas y demás mamarrachadas.
Yo quiero actuar todos los días. ¿Es mucho pedir?

Así que hago algunos ejercicios de voz, por la mañana, y trato de mover mi cuerpo de una forma "consciente", leo algo sobre teatro, a veces en voz alta. Me grabo, lo reviso. Llamo o paso a ver a alguna otra amiga actriz, por algún motivo, si me cuentan que les está yendo bien, me da la sensación de que ya nos toca, y que tarde o temprano hasta yo empezaré a funcionar... pero evito ir al teatro para no ponerme enferma de envidia.

Estoy escribiendo con unos amigos un proyecto de mini-serie, donde por supuesto, me he reservado un personaje. Pienso en ella, la imagino andar, a veces antes de dormir me habla. Me ha dicho esta mañana que últimamente ha cogido la costumbre de pasearse las ojeras con los dedos, pero que es porque ahora se siente mejor, que al principio no tenía fuerzas ni para eso, porque implica levantar un brazo...

Muchas veces me ocurre esto. Pienso en personajes. ¿Qué les pasa? ¿Por qué hacen esto o aquello? y esta reacción, ¿la tendría?
Paso mucho tiempo sola, pero no es suficiente, porque no acabo de disfrutar de esa maravillosa sensación de silencio. Los personajes siempre están hablando, susurran sus historias. Se revelan a través de la gente que me cruzo por la calle. Una cafetería, el vagón del metro, la salida de un colegio a las cinco de la tarde, todo está lleno de personajes que necesitan atención. Necesitan atención, unas manos y un teclado para acabar sus historias, para llegar al punto crucial en sus vidas, para encontrar sus caminos o al amor de sus vidas. Como es natural, les urge.

Les urge, tía, y por eso no me dejan dormir en paz, ni estar despierta del todo, presente en mi propia vida... quieren que me siente y les escriba o que les encuentre en el texto de otros y los haga pararse y caminar.

Hace mucho tiempo decidí detenerme, sentarme y darles una año de mi vida. Mi hermana tenía una casa vacía en Zaragoza, azul y blanca, muy alta, y allí me fui. Un amigo me regaló un ordenador montado por piezas que hacía mucho ruido pero servía para escribir, y en aquella torre acristalada que daba a la terraza me instalé y me puse a contar sus historias.

Estuve dedicada a escribir, entre ocho y diez horas diarias, seis meses. No aguanté más. Los personajes no tienen medida, carecen de cuerpo y no comprenden que a veces, tengas que parar a alimentar el tuyo. Intenté seguir unas pautas en la escritura, pero fui creando en absoluto desorden. Si me ponía con un poema, sacaba un cuento de terror. Los relatos se me volvían teatro, y los monólogos de comedia, cartas al psicoanalista.
Había días en que no salía de casa. No tenía teléfono, ni vecinos, hacía un gran esfuerzo para quedar con mis padres o mis amigos...
Gran parte de lo que escribí en esos días se ha perdido: un virus. No tuve tiempo ni ganas de ponerme a solucionarlo, porque ¿es tan importante? Lo importante era escribir para darles a los personajes la vida que desean. Una vez hecho ¿es lícito gastar papel (hecho a expensas de la vida de los árboles) para difundirlo? Sus experiencias quedan para ellos y para mi la práctica y costumbre de sentarme a escribir para hacerles callar.

Tampoco estoy muy encariñada con los textos recuperados de aquellos meses... me da la sensación de que todo estuviera teñido de locura. Porque escribir me vuelve un poco loca, se desaparecen los límites y los horarios, sólo existen las palabras que bailando se sitúan las unas junto a las otras. Las palabras son todas amigas entre sí, si no son amigas son primas... una familia abrumadoramente numerosa a la que le gusta presentarse sin avisar, y una vez dejas entrar a una la has jodido, pero mucho mucho, pues todas sus amigas la seguirán , en una procesión interminable, saltándose la fila, haciendo mucho ruido, cambiándose de sitio y pidiendo a gritos un café mejor.

No me gusta escribir. No quiero encontrar ese espacio ni ese momento, temo que si empiezo no termine nunca y los personajes acaben merendándose mi vida... convertirme en el Escribidor de "La Tía Julia y el Escribidor" (Mario Vargas Llosa), con una vida de mierda, pero miles de historias...

Yo creo que por eso genero tantas crisis y me mudo tantas veces y me proporciono siempre estas etapas de "Ahora no es el momento de..." quizá sea la única forma que he podido encontrar de mantener a los personajes a raya.

Pero uno de estos días me sentaré y escribiré sobre mi, personaje: "La chica de las 33 mudanzas". Me tomaré a mi misma como eje central e iré cumpliendo todos mis sueños uno tras otro en un cuento maravilloso. Me daré la revelación vital que necesito, la pareja que me complete, el viaje que me cambie la vida, me reuniré con mis tres Hadas Madrinas y cada una de ellas me concederá tres deseos, nueve en total. Escribiré una historia de dulce de leche y caramelo, de campanitas doradas y flores blancas, con palacios de diamante y polvo de estrellas... el mar estará hecho de madejas de lana en constante movimiento y las nubes, eso segurísimo, serán de algodón... escribiré... en fin lo que sea, pero por el momento, son las dos de la tarde, y esta persona que a veces soy se a poner a cocinar un arrocito con laurel y cebolla... por cierto: gracias mil Ruth por esa maravilla de receta.

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